Por Teresa Fuentes, agente antirumor.
El aula del centro escolar está ocupada por un grupo de mujeres de edad madura, incluso algunas jubiladas. Un solo varón rompe la homogeneidad de la sala. Las observo y siento una inmediata simpatía por ellas. Pienso cómo es que no están sentadas en el sofá, dormitando, mientras ven el programa por excelencia de Canal Sur en el que la gente 23busca compañía. El perfil corresponde al del ama de casa sin escolarizar. La zona, un barrio muy estigmatizado de la ciudad en el que el índice de paro es más alto que en cualquier otro lugar. Uno de esos barrios de actuación preferente por parte de los distintos ayuntamientos que han gobernado la ciudad. Por eso, pienso que en este ambiente no puede haber rechazo por las personas que emigran para buscarse la vida. Estoy contenta y lo expreso de forma sincera. Quiero que estas mujeres se sientan alentadas, valoradas; que sepan que su esfuerzo y la voluntad de cambio que hay en ellas es apreciada.
La maestra de adultos les ha avisado de mi visita y yo me siento relajada y motivada para una sesión en la que trataré de romper ideas preconcebidas, estereotipos y rumores sobre la población inmigrante. Pero…, “mi gozo en un pozo”. Incluso la mujer de etnia gitana no se siente movida a cuestionar el estereotipo sobre su cultura. Su actitud, ante una pregunta directa por mi parte es de total indiferencia; muestra una especie de careta defensiva, que expresa no sólo en palabras, que niegan la realidad, sino con gestos. No me importa, parece querer decir. Yo no puedo creérmelo y cambio de estrategia. En esta parte de la sesión hay participación, pero los rostros de algunas mujeres hablan por sí mismos. Ahora, cuando ya he pasado por varias experiencias, puedo entender mejor a qué responden los silencios y los “rostros impenetrables” de las personas; simplemente prefieren no mojarse, no quieren entrar en discusión, ni quedar retratadas. Pero sólo había que esperar para tomar conciencia de hasta dónde llega el rechazo, la hostilidad y hasta la rabia contra la población inmigrante. Veinticuatro horas antes, todas las televisiones habían emitido las terribles imágenes de cientos de muertos en el Mediterráneo. Inocente yo, les recuerdo la tragedia, pero las del “rostro impenetrable” mantienen el gesto impasible… “No va conmigo”, me imagino que deben de pensar.
La pantalla en la que proyecto mi Power Point va facilitando información acerca de los rumores más extendidos:
- Nos quitan el trabajo
- Saturan los servicios sanitarios
- Reciben más ayudas sociales
¡Alto! Al llegar aquí no puedo seguir, porque dos de las mujeres afirman rotundamente que eso es cierto porque sus hijos que no tienen trabajo ni reciben subsidio de desempleo, han ido a los servicios sociales… bla… bla… bla… Yo trataba de practicar eso tan difícil de las estrategias de comunicación, pero no hay escucha por parte de ellas. Imposible dialogar con alguien que está hablando desde las tripas, con las emociones desbordadas. Una de ellas ya no disimula y exclama muy enfadada: ¡Mire, Señora: es que yo no quiero moros, ea! Ahí me quedo esperando que argumente y argumenta, claro que argumenta: Que si en su país esto, que si en su país lo otro…, Diríase que es una experta en el Magreb, pero en realidad los tópicos son los mismos, informaciones fragmentarias extraídas de aquí y de allí, total, para decir que se queden en Marruecos, que es donde tienen que estar, que aquí molestan.
A estas alturas ya es evidente que no voy a convencerlas de nada y entonces no se me ocurre otra cosa que contarles una historia. La historia de una adolescente nacida en Andalucía que en los años sesenta viajó durante veinticuatro horas en un tren al que llamaban “El Sevillano” compartiendo aventura con miles de personas que pretendían empezar una nueva vida en Cataluña. El relato lo adorno con mis reflexiones sobre el olvido de nuestra propia historia y con las condiciones de vida de los andaluces a su llegada a Cataluña y otros lugares de España o de Europa, en la época del gran éxodo, semejantes a las que puede vivir aquí cualquier extranjero. Es mi propia historia la que relato, con la emoción contenida, aunque con cierta dosis de rabia, que trato de controlar.
Se hace el silencio en el aula y me despido del grupo, haciendo de tripas corazón, repartiendo sonrisas y besos.
Mientras vuelvo sobre mis pasos en dirección a mi casa, voy respirando profundamente. Empiezo a pensar que más que cualquier cifra, son historias personales las que pueden llegar a estas mujeres, cuyas circunstancias tal vez las ha endurecido demasiado. Esa falta de empatía por el sufrimiento del “otro” me daña, me produce un dolor que hace efecto en mi estado de ánimo y se mantiene durante horas…
El estado emocional que me ha provocado la sesión me lleva a preguntarme si ha sido eficaz mi intervención; si lo es en los grupos, que como este, son más impermeables a la información antirumor. Repaso mentalmente los momentos que he vivido llevando a diferentes lugares el mensaje de Stop Rumores con la confianza y la pasión de las que soy capaz y concluyo que, a pesar de todo, eso de “quien siembra recoge” es cierto. Y hay que sembrar, no necesariamente en la mejor tierra. Sería demasiado fácil. Hay que llegar a zonas aparentemente menos fértiles, pero en las que con un buen abono y dedicación es posible obtener frutos.