Por Lola Hierro, periodista (Madrid).
Una noche de hace dos semanas, una de esas en las que no te duermes y acabas trasteando con el teléfono móvil desde la cama. Me saluda a través del chat de Facebook Usama, un amigo sirio, profe de educación primaria en Aleppo. Sigue abriendo el colegio y dando clases a todos los niños que quieren estudiar pese al riesgo de que les caiga una bomba. La guerra en Siria ya dura más de cuatro años pero los pequeños, incansables y tozudos, estudian, hacen deberes y se presentan a los exámenes. Así que Usama sigue acudiendo a la escuela.
Esa noche, mi amigo está desolado.La noche anterior, una bomba cayó en el colegio y explotó. Han sido asesinados diez alumnos y tres profesoras. Él se salvó porque estaba pasando unos días en Turquía, país donde sus padres y hermana se han refugiado. “Quiero estar en Aleppo”, me decía. “No puedes hacer nada por ellos, Usama, mejor que estés a salvo y que no te haya ocurrido nada”, le respondía yo. Él, desolado, me contaba que está cansado de que el sufrimiento de sus compatriotas resbale tanto a la comunidad internacional que, a su juicio, les ha olvidado completamente. Y entonces cambiaba de idea y ya no pensaba en volver a Siria: “Quiero irme de aquí”, replicaba. “Creo que cualquier día cogeré un barco y me iré a Europa ilegalmente, no aguanto más esta situación”.
“¡Alto! ¿Cómo que te quieres meter en uno de esos barcos?” Me saltaron todas las alarmas. No me imagino a mi amigo, un chico normal, en el sentido más amplio de la palabra, metido en uno de esos cargueros de la muerte que cruzan el Mediterráneo. Pienso en las noticias que nos llegan a diario sobre los miles de muertos que yacen en el fondo del mar. Recuerdo las imágenes de hombres, mujeres y niños apretujados en esas cafeteras destartaladas de las que muchas veces no salen vivos. Y, los que lo hacen, se enfrentan a una vida de rechazo en un continente donde son personas non gratas.
Intento convencer a Usama de que no haga esa barbaridad, que es muy peligroso, que acabará muerto, o en una cárcel, o deportado, o a saber. Y él me pregunta que qué opciones tiene, que no se quiere quedar metido en un campo de refugiados en Turquía, que quiere volver a Aleppo pero que ya no soporta ver más niños asesinados. Me quedo muda porque no sé qué responderle. Nunca he estado en semejante situación.
La historia de Usama, su desesperación e impotencia, sus dificultades para lograrse un futuro, no ya próspero, sino tranquilo, es una de tantas. Una de esas que los periodistas interesados en contar esta realidad colamos en nuestros medios cuando podemos. Pero me suena insulsa y vacía según la escribo porque yo no estoy viviendo ni sintiendo lo que está padeciendo él. Y eso que es mi colega y que, gracias a todas las veces que hemos hablado, he tenido ocasión de conocer mejor sus sentimientos que si hubiera sido uno de tantos chicos que he entrevistado alguna vez, brevemente, para algún reportaje.
Los periodistas hacemos lo que podemos pero, ni con la mejor de las intenciones, nos acercamos a la realidad. Escribimos y escribimos sobre inmigrantes y sobre refugiados, sobre los horrores de una guerra, de la pobreza, la violencia, el hambre y las enfermedades pero, cuando hablo con amigos como Usama, me doy cuenta de que no sé nada, de que estoy a años luz de poder transmitir sus pesares.
Lo mismo ocurre con Khaled y Vindar, dos chicos sirios de 21 y 27 años que conocí hace uno en Estambul. Han sido protagonistas de algún reportaje y les he seguido la pista de cerca. Cuando nos hicimos amigos ellos trabajaban ilegalmente en el bazar de las especias de esta ciudad turca. Desesperados, habían huido de Aleppo también porque el Gobierno de Al Assad les llamó a filas y no estaban por la labor de convertirse en soldaditos al servicio del régimen para matar a compatriotas. Hoy, después de muchas penurias, uno está en Munich y otro en Amsterdam. No contaré cómo lo consiguieron, pero fue muy complicado y penoso. Son ellos quienes deberían contar, y no yo, lo difícil que es su vida. Yo no sé cómo duele la soledad que ellos han sentido durante casi dos años viviendo casi como forajidos cuando hasta hace bien poco no habían sido más que dos estudiantes.
¿Qué se siente cuando eres un senegalés que intenta llegar a Europa y te desvalijan los traficantes a quienes habías pagado para cruzar el desierto? ¿Qué siente una madre cuando llega a la conclusión de que su única salida es meterse con todos sus hijos en ese barco destrozado para cruzar el mar? ¿Qué siente ella para correr ese riesgo pese a saber que igual se ahogan todos? ¿Qué siente un profesor como Usama cuando una bomba mata a diez de sus niños de repente? Ni yo ni ninguno de mis compañeros periodistas lo sabemos.
Creo que la prensa está hoy en día muy lejos de arreglar los problemas que azotan a la población más vulnerable de este mundo. Pero creo que podemos dar un paso más en aquello que decimos de dar voz a los que sufren. Escribimos reportajes tremendos muchas veces, y otras publicamos teletipos con números de muertos, heridos y refugiados como quien escribe la lista de la compra. Podemos implicarnos menos o más pero, si queremos que la sociedad se sienta cerca de estas personas y sea consciente de la realidad que les envuelve, de la gravedad de sus problemas y la urgencia de su situación, quizá deberíamos cederles a ellos las plumas y dejar que sean quienes cuenten su historia, en primera persona: En informes, en periódicos, en blogs, en televisiones. Es una idea a la que llevo tiempo dando vueltas en la cabeza. Pensemos en cómo llevarla a cabo.