Por Juan Alberto Casado. Agente Antirumor, escritor y viajero. www.roadprovides.com
Esta mañana quise comprar una botella de cristal y me acerqué a un determinado «supermercado chino» que quedaba camino de casa. Ya había comprado en ese mismo establecimiento un par de veces con anterioridad y conocía a la mujer que lo regentaba, pues ambas veces habíamos entablado conversación en mandarín. Hablo de una mujer de unos 45 o 50 años, bajita, de pelo negro y rizado, cara arrugada y dentadura desordenada. No parece conocer demasiadas palabras en español pese a llevar siete años en España, pero dialogando en su propio idioma me transmite la sensación de ser una persona amable y simpática.
Como haría algo más de dos meses desde mi última visita, al entrar le pregunté si me recordaba. Un par de segundos después, tras entrecerrar los ojos y mirarme con atención, asintió con la cabeza mientras una tenue sonrisa redefinía su semblante hasta entonces serio.
− ¿Todo bien últimamente? -fue mi pregunta automática, la típica que se suelen hacer entre los chinos, como aquí el «¿qué tal?».
− No, mal -me contestó, directa, dejándome anonadado.
− ¿Mal? ¿Por qué? -pregunté sin estar seguro de que nos estuviéramos entendiendo, a causa de que su respuesta tan directa y de índole tan personal me pilló por sorpresa.
− Porque no hay dinero, la gente apenas gasta y la tienda está casi siempre vacía. La gente viene y compra alguna cosa pequeña, como chicles o chocolatinas, y luego se marcha -me explicó mientras una mujer española entraba en la tienda y compraba un envase pequeño de zumo. Mientras tanto, aproveché para coger la botella de cristal vacía que había ido a buscar.
− La cosa está yendo a peor, ahora cada mes apenas sacamos 3.000 euros con la tienda, y luego tenemos que pagar el alquiler del piso, del coche, la luz, el seguro, la gestoría… al final no me queda dinero -prosiguió la mujer.
− Imagino que el alquiler de la tienda también será bastante caro.
− Mil euros al mes, y encima a la tienda no viene casi nadie porque no está en la calle principal y apenas pasa gente por aquí. Si la gente no gasta dinero, luego yo tampoco puedo gastar dinero; si la gente solo va a comprar al Mercadona o al Día yo me quedo que apenas sí tengo solo para comer. Y todo es porque la gente dice «las tiendas de los chinos lo tienen todo más caro», que parece que no son conscientes de que el Mercadona o el Día compran las mercancías en grandes cantidades y les sale más barato. Si el Mercadona vende esta chocolatina a 1,30 yo solo la puedo vender a 1,60, porque a mí me cuesta más cara conseguirla.
− Al menos, a partir de las nueve de la noche la gente siempre compra en este tipo de tiendas.
− Sí, pero el trabajo es muy cansado. Aquí abrimos a las nueve y media de la mañana y cerramos a las doce de la noche. Entre que llego a mi casa y hago algunas cosas, me acuesto tarde y luego me tengo que levantar temprano. Es muy cansado, y todo para apenas ganar dinero.
− Entiendo. Además, imagino que será muy aburrido estar aquí sola todo el día, sin mucho que hacer.
− Sí, es muy duro, pero me siento ahí con el portátil y me entretengo como puedo.
− Al menos he oído decir que la crisis va a terminar pronto, que la cosa va a mejor -intenté animarla sin estar muy convencido de mis propias palabras- ¿Sabes lo que es la crisis? -le pregunté al ver su expresión de no entender. Saqué la tableta para mostrarle los caracteres chinos que corresponden a crisis económica (经济危机). La mujer observó los caracteres entrecerrando los ojos hasta que estuvieron prácticamente cerrados, afinando la vista. Negó con la cabeza: desconocía el concepto en su propio idioma, lo cual daba a entender muchas cosas sobre su pasado en China seguramente sin educación, sin oportunidades. Pasé a explicarle lo que significaba-. «Jingjiweiji» es cuando la gente no tiene trabajo, por lo que tampoco tienen dinero para gastar.
− Ah, sí, en España la cosa está muy mal. Pero si voy a China tampoco va a estar mejor para mí, porque allí ya no tengo nada, y si me voy sin dinero ¿qué puedo hacer?
− Además, ya llevas siete años en España, ¿te gustaría volver a China? -pregunté, quedando la mujer pensativa durante un instante.
− El problema es que sin dinero ni siquiera me puedo plantear volver, sería peor que aquí.
− ¿Pero si tuvieras dinero te gustaría volver?
− Puede, en China con dinero se vive bien. Entonces, ¿la crisis va a ir a mejor?
− Eso dicen, que la gente está encontrando trabajo y va a haber más dinero. ¿Y tu hijo, él te ayuda con la tienda?
− Sí, él también viene de vez en cuando, una persona sola no puede encargarse de todo. Allí detrás tenemos un almacén y cuando traen las mercancías él se encarga de recibirlas y de otras cosas -me dio la sensación de que el hijo no hacía demasiado por ayudar. Un detalle: el hijo, de unos veinte y pocos años y al que conocí en mi anterior visita a la tienda, no hablaba ni palabra de español.
La conversación derivó a otros temas como lo buena ciudad que es Málaga para vivir o que mi familia se dedicaba al olivar y lo duro que resulta trabajar en el campo. Así fue poco a poco decayendo hasta que decidí que era momento de pagar y despedirme. Puse los 1,80 euros que costaba la botella sobre el mostrador pero, para mi sorpresa, la mujer retiró 30 céntimos del total y los desplazó en mi dirección dejándolos sobre el cristal. Me miró con una sonrisa: no me los quería cobrar, me consideraba su amigo. La mujer me rompió todos los esquemas, me cogió nuevamente desprevenido.
He de mencionar que no soy del todo ajeno a estos gestos de bondad, que se repiten cotidianamente cuando se viaja y conversa con personas de culturas ajenas con el corazón limpio de prejuicios, con una preocupación sincera por conocer la realidad vital del interlocutor. Fuera de nuestro micromundo del bienestar, miles de millones de personas en el mundo nos envidian y aspiran a alcanzar una pizca de nuestra seguridad y bonanza. Muchos pensarán que somos egoístas, que nos aprovechamos de su subdesarrollo y pobreza para mantener nuestro estado de bienestar, que acaparamos los bienes del mundo privándolos a ellos de su cuota de riqueza. No les falta razón. Cuando un europeo se desplaza hasta sus países no como un turista sino como un viajero, y se preocupa de verdad por conocer lo que les pasa por la mente, sus problemáticas o su forma de vida, no por morbo sino por intención de aprender, de comprender y contribuir al entendimiento entre culturas, es generalmente recibido con simpatía y cariño. Será su sorpresa al comprobar que un afortunado occidental les trata de igual a igual, como uno de ellos solo que nacido en otra parte, pero también humano y amable.
Me pregunto hasta qué punto los extranjeros que emigran hasta nuestro país conviven con ese mismo pensamiento. En concreto los chinos, por ser una comunidad ciertamente más aislada por motivos culturales y lingüísticos. Eso me recuerda una pareja china que intentaba mandar un paquete en Correos y no tenían ni idea de cómo rellenar la documentación necesaria para ello. Cuando me acerqué a ellos y les ofrecí mi ayuda en mandarín sonreían como niños pequeños que estuvieran viendo un truco de magia y, cuando se despidieron de mí, me ofrecieron mil gracias inclinando la cabeza en un gesto de reverencia al estilo asiático.
Deberíamos ser más conscientes de lo duro que es para estos inmigrantes vivir lejos de sus casas y de su cultura. Intentar asimilar lo arduo que es verse en soledad, mirados con desprecio por muchos habitantes locales, inmersos en rumores que los denigran como si fueran ciudadanos de segunda, ladrones, estafadores, mafiosos o indeseables. Es muy sencillo que, la próxima vez que te acerques a un inmigrante recuerdes estas historias que te cuento y, simplemente, les sonrías. Habrás puesto tu granito de arena para que algunos de ellos -no seré tan ingenuo como para asegurar que todos-, e incluso tú mismo, recuperéis la fe en la especie humana.
Le dije a la mujer que no, que de ninguna manera, y le devolví los 30 céntimos sin percatarme aún de la trascendencia de lo que acababa de suceder. Me despedí de ella cortado, sin saber si darle la mano o qué decir y, cuando camino a casa fui meditando sobre su gesto de generosidad y lo que ello implicaba, se me humedecieron los ojos y un pellizco se me ancló en el pecho. No sólo eran 30 céntimos de euro, era cómo aquella mujer desesperada por la asfixia económica había abierto su corazón y lanzado sus emociones a un casi completo desconocido de un país lejano llamado Xibanya. Cómo un simple «¿todo bien últimamente?», dicho en chino mandarín, la había lanzado a expresar todo aquello que comúnmente ningún español preguntaría o se interesaría en escuchar. O que ella tampoco podría expresar por no manejar nuestro idioma. En este instante, al recordarlo y escribirlo, siento en mi interior renacer la alegría de ver ese lado tan humano que las personas llevamos dentro y que van más allá del color, la religión, las nacionalidades, las ideologías o la posición social.